Un azul profundo.
Era una tarde del primer día, había llegado ya a cinco mil pies por debajo del nivel de las ballenas. A estas cimas no llega la luz y es esa misma oscuridad la que ilumina a su modo aquella penumbra. De vez en vez, cuando la tierra se retuerce el lecho marino, se agita y mis cabellos se embadurnan de la arena que recogen. Hoy es un día que no se parece a los demás y tras el paso de una vorágine intento acomodar mi desordenado aspecto. Mientras mis dedos sostienen la pluma, comienzo a pensar que son recuerdos incompletos de un día que llegan hasta aquí los que se llegan a escribir a si mismo.
Mis tímpanos dejaron de funcionar desde hace muchos años. Pareciera que la presión del mar ha triturado todos los malos humores que en la tierra solía tener. En cada pausa que hago, veo ante mí los cardúmenes desfilar; eso me hace pensar que el fondo del mar está tan poblado como la tierra. Continúo con mi escritura. Instantes después, una gota de lluvia que ha viajado desde la superficie se encuentra conmigo. He preferido la soledad, la oscuridad extrema, donde no existen ni el sufrimiento ni el dolor, pero tampoco la esperanza. Soy yo, en medio de la negra inmensidad, sentada en una silla frente a mi escritorio. Pese a todo no estoy tan sola, pues estoy rodeada de una vida que aunque en ocasiones puede ser extraña, es numerosa. Pero sigo aquí, esperando que algo mas interesante que esperar la muerte pase...