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Las cosas son como son.

No tiene sentido tratar de cambiarlas. Sólo cambiar nuestra actitud a ellas para poder sobrevivir a la desgracia. Aunque a veces, la vida es desgracia en sí.

Mi camino a la felicidad ha sido un poco empedrado, aunque obviamente no soy la única a la que le pasa. Todas mis hermanas pasaron por lo mismo, las vi alejarse luego de una ceremonia nupcial y en el momento el que me tocó a mí, ya sabía qué tenía qué hacer. Con el pasar del tiempo supe que, en comparación a mis hermanas, mi experiencia no era la mejor, pero tampoco la peor. Mi marido, no demasiado malo, estuvo a mi lado mientras la vida me obsequiaba la bendición de ser madre, primero de una niña, 3 años después, de un niño.

Ambos diligentes y felices en su infancia, no eran conscientes de que unos años más tarde debían decirse adiós, para que cada uno cumpliera su papel en la sociedad. Sin embargo, desde pequeños fueron muy inteligentes y con notables habilidades para la pintura. Su padre se extrañaba mientras los veía derramar pintura en el suelo, preguntándose de dónde habrían sacado tal idea de pintar. Su familia no tenía esa inclinación ni mi familia tampoco. Y como yo no tenía una educación tan estricta, supuso que la idea simplemente les había caído del cielo.

Sin embargo, en mi infancia fui pintora aficionada, luego, pintaba con materiales regalados por mi padre ya con más experiencia. Pero al final me veían con ternura, no como alguien con potencial. Lo dejé definitivamente cuando me casé y olvidé totalmente esas raíces.

Hoy, mi hijo empieza su carrera en una Escuela de Arte, animado por su hermana y en menor medida, su padre. Yo lo animo, porque sé que triunfará. Él dice que nos enviará cartas todos los días.

Mi hija, por un lado feliz por el éxito de su hermano, rompe a llorar cuando él se despide, porque ella también quiere vivir ese sueño. Yo la abrazo y después le digo algo que detiene su llanto:

-Puedes elegir no rendirte, tal como lo hice yo.