A mitad de la noche me desperté por una pesadilla. Ya era la quinta vez que ocurría esta semana. Fui al baño a orinar y luego bajé a la cocina a beber agua.

Permanecí sentado en la mesa, inconsciente pero a la vez despierto. De un momento a otro, pude ponerme de pie, devolver el vaso e ir de regreso a la cama.

Horas más tarde, en el trabajo, operaba en forma automática, sin darme descansos ni ceder responsabilidades a mis compañeros o subordinados.

Ese día no tenía la suficiente energía para observar a los demás, pero sé cómo se veían y qué sentían mientras laboraban.

Las horas extras, los contratos excesivos para cubrir los requerimientos de la compañía y a la vez, mantener una imagen de sofisticación y autosuficiencia para vendernos mejor, se pagan con cansancio, depresión, estrés, infartos, desmayos y demás métodos de escape que el cuerpo provee.

Yo tenía una idea de cómo funciona la vida y de la imagen que yo quería tener y proyectar a los demás.

El crucero que visito todas las noches, zarpa del puerto y a mitad de la travesía, encalla con el fondo y empieza a hundirse. Mi familia, yo y y los demás pasajeros debemos subir a los botes salvavidas y llegar a la orilla.

Una vez en la costa, mis hijos y yo vemos cómo ese barco de ensueño queda hecho nada en medio del mar. Yo no intento negar el significado de la visión onírica.

Estoy seguro de que ese crucero es mi vida.